Reflexiona­ba en estos días de Sema­na Santa so­bre cuánto ha cambiado la República Do­minicana desde que nací, el primer día del año 1963, a la fecha. Tenía el país en ese entonces poco más de 3.6 millones de habitantes; Hai­tí, 4.1 millones y Puerto Ri­co, 2.5 millones.

Nuestro PIB sumaba 940 millones de dólares mientras que los de Hai­tí y Puerto Rico, respec­tivamente, ascendían a 295 millones y 2,334 mi­llones de dólares, respec­tivamente. Arrancaba el tránsito a la democracia que vive y goza hoy el país, luego de finalizar 31 años de la cruenta tiranía que impusiera Trujillo.

Haiti era y es nues­tro vecino en La Españo­la y Puerto Rico, nuestro hermano antillano rico, a donde todos aspirábamos a viajar (y fue ahí a donde hice mi primer viaje fuera del país en 1970, con mis padres), ha perdido par­te del encanto con que se apellidaba a la isla.

Nueva York, Madrid y Miami distaban de ser el referente de hoy, como los lugares más visitados por los dominicanos y, por su­puesto, centros financieros de donde provienen los importantes ingresos en divisas que han “salvado nuestra economía en tiem­pos de COVID”.

La diversión en nuestra media isla era precaria por la ausencia de medios de producción, recursos y por el trajinar de la política; y el turismo no existía ni si­quiera en la cabeza de Don Ángel Miolán, que había regresado de su exilio jun­to a Juan Bosch. Apenas, según me cuentan, unos pocos lupanares, bares, cines, restaurantes y con­tadas heladerías, más los parques municipales, cons­tituían los centros de espar­cimiento y ocio.

En fin, la ingesta de ron, el dominó y el béisbol eran el goce de fin de semana; y el domingo, la visita a la iglesia.

Un cambio sustancial en la vida democrática de nuestra nación lo constitu­yó, vía los votos y dejando atrás las botas, la llegada al solio presidencial de Don Antonio Guzman, en 1978.

Del Presidente Guzmán, me adhiero al grupo de do­minicanos que piensa que “aún no lo hemos valorado lo suficiente para darle su correcto lugar en nuestra historia”.

Un cambio en mi vida lo constituyó mi entrada a la facultad de derecho de la UNPHU en 1979. Cuando iba a tomar el examen de admisión, mi padre “solo” me advirtió: “Si te quemas, te inscribo en la UASD”. Yo, que ya daba señales de lo valioso que entendía y en­tiendo es el tiempo, recurso no renovable en esta vida terrenal, por supuesto, pa­sé la prueba. Mis compañe­ros del Colegio Loyola que ingresaron en la UASD de esos tiempos se graduaron un año más tarde que yo.

El ingreso en la UNPHU me adentró en un mundo nuevo: salí de la burbuja doméstica y del Loyola. De la exquisita educación case­ra y jesuita, pasé a un espa­cio diferente, más pluralista en términos de género (el Loyola era exclusivamente masculino), sociales, eco­nómicos y políticos.

Al término de la carrera que duraba cinco años, ya había ingresado once me­ses antes, el 2 de enero de 1984, como paralegal en la única firma de abogados internacional del país, Ka­plan, Russin, Vecchi y Here­dia Bonetti.

Cierto, mucho cambió el país luego del boom azu­carero en los años de la dé­cada de los 70, las refor­mas económicas, las leyes de incentivos y los enor­mes avances democráticos e institucionales que supu­sieron los dos gobiernos del PRD, antes de la Sema­na Santa de 1984. Pero los vientos de renovación afec­taron poco el imperio de la ley, el sistema de justicia, el submundo que eran los tri­bunales dominicanos, aún bajo la sentencia de que “la Constitución era un pedazo de papel” y de que una lla­mada del consultor jurídico del Poder Ejecutivo al presi­dente de la Suprema Corte de Justicia era una orden.

La República Dominica­na cuenta hoy con una po­blación estimada en 10.3 millones de habitantes, mientras que Haití y Puer­to Rico tienen 11.7 y 3.2 millones, respectivamen­te. Nuestro PIB se situaba en unos 90,000 millones de dólares al cierre del 2019, mientras que el de Haiti y Puerto Rico alcanza 14.3 mil y 105,000 millones, res­pectivamente, al cierre de ese año.

Multiplicamos por tres nuestra población y por más de diez nuestra rique­za en apenas 58 años, se­ñal de que nuestros males no son de crecimiento y de­sarrollo sino de educación, igualdad de oportunidades e institucionalidad.

La Constitución de la que gozamos hoy es un instru­mento moderno, los pode­res Legislativo y Judicial han avanzado exponencial­mente, pese al largo reco­rrido pendiente para ser un modelo de independencia, al igual que naciones más desarrolladas.

El Poder Ejecutivo sigue siendo el centro del univer­so en nuestra media isla. Comentaba casualmente con un ministro del actual Gobierno, que Luis Abina­der había sacado notas so­bresalientes en su joven desempeño de siete meses, pero que le aguardaba una tarea titánica por delante. La segunda vacuna ha traí­do esperanza; la esperan­za, energía creciente; tan­to, que el 5 de abril parece el inicio de un nuevo año. La esperanza ha transfor­mado la percepción de la realidad. Hemos perdido un año de nuestras vidas, la deuda externa del país (y en nuestras empresas, en muchos casos) ha crecido, hay que producir..

No podemos perder de vista, empero, lo que ha si­do el segundo mayor logro de la actual administración (luego de la eficiente gestión sanitaria): afrontar el reto institucional de la mano de Doña Milagros Ortiz Bosch, a quien admiro; del direc­tor de Compras y Contrata­ciones del Estado, Carlos Pi­mentel, a quien no conozco y respeto, y de la próxima se­lección de los miembros de la Cámara de Cuentas.

Sembremos más espe­ranza. Y cosechemos los frutos de cara al futuro.


Fuente:

Listín Diario

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